Irina se instaló en
el depto. Creo que a esta altura del partido no le sorprende a nadie que mi
residencia se vea invadida por mi estropaja de turno.
De todas las faldas
que supieron habitar mi cueva, Iri fue la única que no intentó romper las
pelotas con semanas enteras de estadía allí. Se limitaba, simplemente, a estar
un par de días, para después mandarse a mudar a su depto.
El único problema de
la señorita de ascendencia siciliana era su pésimo gusto para elegir algún que
otro adorno para mi cubil. Ya se habrán dado cuenta, entonces, a quién
perteneció la bendita idea de un juego de ajedrez con el cual podría haberme
cortado tranquilamente las venas si así me lo hubiese propuesto.
Una tardecita de
otoño, de esas que a mí me encanta disfrutar escuchando blues y tomando café
amargo, apareció Iri con un paquete por demás sospechoso, tan sospechoso era,
que de haber estado en el aeropuerto hubiésemos terminado en cana:
- ¡Hola negrito! –
Dijo con una sonrisa a puro diente - ¡Te traje la re sorpresa!
Como ya les había
dicho, a esta altura del partido, ustedes ya saben que mis relaciones se
desenvuelven de manera casi cíclica. Lo que yo tendría que entender, de una
puta vez, es que cada vez que una de mis estropajas atraviesa el umbral de mi
puerta sonriendo, yo debería prenderle un par de velas a Ntra. Sra. de la
Promiscuidad, por las dudas.
Ni siquiera me dio un
beso, entró, puso el paquete en la mesa, y lo desenvolvió ella misma, parecía
una nena de cinco años abriendo un regalo de navidad.
En ese momento solo
puede ver un pedazo de madera lustrada, cuando mi vista pudo distinguir lo que
era, me atraganté con el café. Era tal mi estupor que solo se oyó de mis labios
(o de mi garganta), el sonido “ggghak!!”.
- ¡Sabía que te iba a sorprender! ¡Es
herrrrrrrmoso! ¿Viste? – Pregunto muy ilusionada.
- ¿Ah? – Pregunté con
los ojos desorbitados.
Era un adorno
colgante tallado en madera, un barco tipo el “Perla Negra”, lustrado, en color
marrón clarito. Una de las piezas más aberrantes jamás vistas.
La singular nave estuvo
colgada arriba de mi sofá durante unas semanas. Y yo siempre a punto de decirle
Iri que por favor se lleve a la mismísima mierda esa porquería de barco, que
verla de día me provocaba incomodidad, pero que verla de noche me causaba un
cagaso de novela.
Una de esas tardes de
invierno, en los que no tenía ni el suficiente calor, ni la suficiente cantidad
de monedas para salir, se me ocurrió poner orden al depto.
Plumero en mano le
sacaba la tierra de los muebles y justo en el momento en que pensaba que más
que un plumero iba a necesitar una pala para sacar toda la tierra, empecé a
pasar el instrumento de limpieza por arriba del sofá… En lo mejor de la
limpiada, el barquito de Iri se desprendió del clavito y fue a parar al piso
(¡¡Uhhh!!).
Solo se astillo en el
borde y mientras pensaba como disimularlo, lo colgué de la pared. Y así fue como
repetí la operación unas nueve veces más, hasta que el bendito barco se partió
al son de un delicioso “¡crack!”.
Accidentalmente,
claro está.
Ay no!!! me duele la panza de tanto reirme !!!!!
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