Se avecinaba el inevitable final de mi relación con Paulita, era de esperarse, no había que ser Nostradamus ni Ludovica Squirru para darse cuenta que tarde o temprano se iba a hartar de mi y me iba a pegar una patada en el orto, era simplemente una cuestión de tiempo. Lo peor de todo es que, aún sabiendo esto, me importaba muy poco.
Una vez que se produjo el triste deceso de la relación, que me dejó haciendo pucheros en la puerta de mi depto, decidí no pasar por velatorio alguno, cero funerales. A la primera joda que se presentase iba a ir, dispuesto a lo que sea.
El nivel de la musiquita era extrañamente placentero, y yo me pavoneaba solo con mi alma por un pub, vaso de fernet en mano. Me sentía raro, fuera de mí, como cuando te vas de orgía y te das cuenta, haciendo un repaso, que son número impar y sos el único que no tiene una mina de la mano.
“Ahora sé lo que sienten los perros de la calle cuando van a rascar los tachos de basura de los tenedores libres”, pensaba pa’ mis adentros y me fui a casa…
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