Mi empleada doméstica se fue a la bosta de casa, no se si se cansó de verme la cara de degenerado, de bancarse black methal a volúmenes insanos, o de lavar ropa interior que no se correspondía con el género del único habitante (estable o en planta permanente) del depto.
Decidí no perseguirla, no recriminarle que me dejaba a la deriva en un barco sin timón, no le iba a dar el goce de demostrarle que sin ella mi cubil iba a ser un caos, pero caos en serio.
Por el contrario, si se quería ir, que Dios la acompañe (y de paso que la agarre la doce después de perder el clásico y la sodomice sin piedad, por dejarme en banda). Después de todo… ¿Qué tan difícil puede ser limpiar un depto de dos por dos?
En las publicidades se ven a mujeres vestidas de punta en blanco, camisita con escote (buen par de lolas), pantalones medio flojitos de jean y colita en el pelo. Acompañadas por los súper amigos de la limpieza (Mr. Músculo, Oxi poronga y lavandina pinchila), todos en conjunto limpian en dos pedos una casa enorme con jardín, pileta y quincho, dándose el lujo de tener la cena lista y esperar a su maridito para pasar una noche de desenfreno. Esto debía ser una pelotudez.
No se quién habrá sido el reverendo hijito de puta que inventó esa realidad paralela, lo cierto es que mi experiencia personal distaba mucho de las publicidades.
La triste realidad me vio de remera “River campeón ‘96”, bermudas, y chancletas tipo verdulero de mercado, fregando como imbécil y transpirando como Hannibal Lecter el día que le dijeron que tenía que dejar de comer carne.
Mientras todo esto pasaba me preguntaba a mi mismo por qué carajo se me ocurrió ponerme a fumar frente a la computadora sin un cenicero al lado, en qué mierda estaba pensando cuando pedí tallarines con tuco para cenar, si iba a dejar la mesa del comedor como si la mafia siciliana hubiese tenido una reunión de emergencia, qué eran esas manchas negras en el piso que no salían ni exorcizándolas. Limpiar el baño simplemente me dio arcadas, no me voy a detener a describir nada, ni siquiera se atrevan a imaginarlo, por que le van a errar.
Cuando llegó el momento de poner la ropa en el lavarropas, ya eran las ocho de la noche, y había tirado cuatro horas de mi existencia haciendo una limpieza de mierda. Y fue en el momento de agarrar una tanga roja, talle un tanto grandote, que me di cuenta por que me había dejado mi empleada, les juro por nuestra Señora de la Promiscuidad que pocas veces había sentido un olor tan particular. Obviamente ni me molesté en meterla en mi lavarropas, derecho al cesto de basura, y que se la arregle el que recolecta las bolsas en mi consorcio.
Al día siguiente busqué otra persona que me hiciese la limpieza, previniéndola previamente que, al sentir cierto olorcito extraño en el lavadero, no se moleste en lavar lo que emane ese aroma, si no que directamente lo tire a la basura.
Dos semanas más tarde tuve que salir de emergencia a comprar boxers nuevos.
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